domingo, 19 de marzo de 2017

¿Qué me pides que escriba?

¿Qué me pides que escriba si estoy enferma?
Con esta enfermedad, cada vez miro menos al suelo. Levanto la cabeza para estudiar lo que hay a mi alrededor, lo critico, lo alabo, lo edito, lo absorbo. 
He visto manchas, oscuras, en un hormigón antiguo y decrépito.
He visto el agua colarse por agujeros gigantescos encima de mi cabeza, y he perdido el equilibrio y patinado en el suelo achortalado. 
He rezado para que el metro saliese a la superficie en medio de la ciudad en un día soleado en el que llegaba tarde y debía coger el transporte más rápido. 
He imaginado escenarios de cine en rincones desconocidos y en carreteras a plena vista.
He fotografiado sin darme cuenta aquella casa en la que veía sombras que me aterraban. 
He imaginado una arcada llena de amantes durante las noches blancas de San Petesburgo. 
He llorado bajando empinadas escaleras tras el orgullo del momento en el que había alcanzado la parte más alta. 
He robado la emoción que contenían los bocetos de alguien que ya se había ido, a quien nunca podré preguntar cómo los trazó.
Me he frustrado buscando las razones de por qué las cosas más bellas son las que se destruyen antes.
He andado por pasillos angostos en los que el aire, con olor a humedad y arcilla, no es capaz de llegar a mis pulmones. 
He rezado en lugares oscuros, y en lugares en los que la luz del sol descubre colores imposibles.
He envidiado a todas y cada una de las personas que han creado algo con sudor y lágrimas, y he querido robarles la piel para fingir por un día que soy otra persona.
Recuerdo que alguien me ha explicado alguna vez por qué los laboratorios necesitan la luz del norte, y recuerdo cuando me di cuenta de que a mi también me gustaba aquella luz monótona y preciosa.
Me he burlado de errores que yo también he cometido.
Me he pasado horas observando un muro de metal que me devolvía la mirada con sorna. Y he pensado que quien lo había construido sabía exactamente que aquella era la función a la que estaba destinado.
He imaginado cuantas historias aguantaría una plataforma suspendida sobre las cerchas del gimnasio de un colegio.
Me he ido por las ramas y he estudiado temas que nunca debieron ocupar espacio en mi cabeza para entender otros que nunca llegaré a entender.
He visto amplias fachadas que cobraban vida con la luz de los habitantes tras ellas. Me han contado historias de proyectos, denuncias, orgullos y amistades.
He recorrido a la deriva una ciudad italiana, y regateado el precio de los recuerdos que imprimía en mi alma.
He soñado con plazas extensas, colmadas de indefensos turistas.
He oído los juegos de los niños bajo las paredes saturadas de pigmento azul. Y he comprado más colores para pintar con ellos otros niños y otros pueblos.
Sin embargo, siento que he aprendido demasiado poco, que no he escuchado las historias que me regalaban aquellos lugares. La enfermedad todavía no se ha hecho terminal porque me quedan infinitas cosas que absorber. Es una continua agonía en un espacio delimitado por todo menos por paredes.

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